La empatía en la relación médico-paciente como manifestación del respeto por la dignidad de la persona
La empatía en la relación médico-paciente
como manifestación del respeto por la
dignidad de la persona.
Una aportación
de Edith Stein
Se sabe que la sociedad tiene necesidades que atender,
y cuando alguien responde a una de estas necesidades
está desarrollando un rol muy específico llamado
ocupación. Tradicionalmente estas se han dividido en
dos tipos: los oficios, también llamados instituciones
sociales negativamente privilegiadas, y las profesiones,
las cuales corresponden a las instituciones sociales
positivamente privilegiadas. Los oficios, y en especial
las profesiones, debido a su carácter de institucionalidad
necesitan de la legitimación constante para
justificar su existencia, la cual se logrará cuando la
misma comunidad afirme que dichas actividades se
desarrollan conforme a los parámetros establecidos
para ellas. Es por esto que cuando las expectativas de
la comunidad no se cumplen, sus miembros comienzan
a desconfiar, las instituciones sociales no se legitiman
y las profesiones entran en crisis. En el caso particular
de la medicina la comunidad espera un compromiso
integral del profesional con los enfermos para lograr
los fines propios de su actividad.
Si la enfermedad constituye un giro biológico-existencial
para el sujeto, tiene sentido que la atención dispensada se
vuelque en los dos ámbitos para lograr un conocimiento
integral del acto de enfermar y con ello dispensar un
auténtico cuidado. Sin embargo, el poderío de la técnica
sobre la vida desdibujó esta realidad e instauró una falacia
que ha permanecido durante mucho tiempo arraigada en
la conciencia sanitaria de que la salud y la enfermedad
son hechos biológicos sin carga emocional. Como era
de esperar, esta visión irremediablemente fracasó y se
plasma de manera pragmática en la crisis de confianza
que sufre la profesión actualmente.
Como una solución a esta realidad se presenta el tema de
la empatía desarrollado por la filósofa Edith Stein, la cual
vuelca la mirada sobre la unidad anímico-corporal del
ser humano y ve en los actos de empatía una condición
imprescindible para el desarrollo de las relaciones intersubjetivas
y con ellas el acceso al conocimiento integral.
En este texto se intentará dar a conocer algunos de los
aportes que entregaría la empatía a la relación clínica.
Para ello se explicará brevemente el pensamiento de Stein
en relación con el tema de la empatía, el paradigma en
el cual se encuentra inmersa actualmente la medicina,
para finalmente explicar cuál sería el aporte de esta a la
solución de una de las problemáticas presentes actualmente
en el acto médico: la falta de humanización en
el desarrollo de dicho acto.
Lo primero: el pensamiento de Stein
La importancia que dedica Stein al asunto de la empatía
radica en el hecho de que ve en los actos de esta el
fundamento de las relaciones intersubjetivas, las cuales a su vez permitirían el acceso al mundo exterior objetivo,
y con ello al conocimiento.
Respecto al concepto de empatía, esta se define como
los actos con los cuales se aprehende la vivencia ajena;
como expresa Stein, “es la experiencia de la conciencia
ajena en general. Es la experiencia que un yo tiene de
otro yo, experiencia en que aprehende la vida anímica
de su próximo”, en otras palabras, “la empatía misma
es un acto originario como vivencia presente, pero no
originaria según su contenido”.
Si la empatía es la experiencia de la conciencia ajena,
esta ha de desarrollarse en la alteridad, es decir, entre
distintas “yoidades”. Esto obligaría a que cada una de las
partes involucradas en el acto sea entendida como una
unidad psico-física compleja, cuerpo y alma interrelacionados
e interdependientes.
Porque el yo es mucho más
que la corporalidad, y tal como indica Stein, “no puede
haber alma humana sin yo, y no puede haber yo humano
sin alma”. En otras palabras, en el ser se constituiría
una amalgama de constituyentes: cosa material, animal,
ser espiritual y ser social.
Ahora, siguiendo con el pensamiento anterior, si yo
soy capaz de empatizar con otro, o sea, si soy capaz de
aprehender la conciencia ajena, ha de existir un mínimo
común denominador con el otro, o con los otros, más allá
de la corporalidad, porque es cierto que somos cuerpos
físicos, pero también seres espirituales. Porque el yo no
se agota en la corporalidad, como afirma Villarino en
referencia a Jasper, “el que dice ‘yo’ excede y sobrepasa
su propia sustantivación, y en realidad rígidamente
sujeto a ella no se capta a sí mismo”. Es decir, somos
seres físicos y también seres anímicos con características
firmemente establecidas, esto último nos hace iguales y únicos a la vez. Iguales porque todos somos unidades
psicofísicas, y únicos en razón de las vivencias que nos
han conformado como dicha unidad, pues este ser
psicofísico está sometido a una serie de azares y contingencias
que lo hacen único y que determinan el yo
soy, el yo soy persona.
Por su parte, Stein afirma que “ser persona quiere decir
ser libre y espiritual. Espiritualidad personal quiere
decir despertar y apertura. No solo soy, y no solo vivo,
sino que sé de mi ser y de mi vida ¿Qué quiere decir
libertad? Quiere decir yo puedo”. Yo puedo elegir
el que quiero llegar a ser porque soy libre, y soy libre
porque el mundo no se me impone, sino que aquel me
invita a contemplarlo y descubrirlo, y a elegir la forma de
estar en él gracias al entendimiento y la voluntad, lo que
inevitablemente conlleva la obligación, o el privilegio, de
la autoformación. Pero a fin de lograr el conocimiento
necesario para la autoformación el sujeto necesita abrirse
a los otros, empatizar con los otros, para descubrir otras
realidades y ampliar su visión particular. Se dice que “en
las relaciones sociales siempre estoy. Si se me arroja del
mundo social, o se me limita el ingreso, entonces soy
prácticamente nada. Es la sociedad la que asigna sentido
a lo que hago”. Porque a fin de cuentas la verdad
la vamos construyendo y descubriendo juntos, contigo,
conmigo, con todos nosotros.
De tal manera que “al pasar del mundo percibido al
mundo dado según la empatía, traspaso los límites de
mi individualidad, del encierro del mundo tal como se
me aparece”, logrando una visión más completa de
mí mismo. Al empatizar los sujetos se reconocen mutuamente
en el otro, pues se asumen como semejantes y
como hermanos. Es por esto que en los actos de empatía
se amplía el autoconocimiento, la autovaloración y la autocomprensión de la persona bilateralmente, pues
el otro entrega una nueva visión al yo, ampliando la
constitución de su identidad. En los actos de empatía
la valoración del otro es integral porque se muestra al
sujeto integrado como individuo psicofísico y, todavía
más, como ser espiritual, el modo de ser propio, el mundo
de valores del sujeto. En otras palabras, el carácter
o la profundidad del alma de cada cual, el modo de ser
propio de cada quien. autocomprensión de la persona bilateralmente, pues
el otro entrega una nueva visión al yo, ampliando la
constitución de su identidad. En los actos de empatía
la valoración del otro es integral porque se muestra al
sujeto integrado como individuo psicofísico y, todavía
más, como ser espiritual, el modo de ser propio, el mundo
de valores del sujeto. En otras palabras, el carácter
o la profundidad del alma de cada cual, el modo de ser
propio de cada quien.
En los actos de empatía la valoración del otro es integral porque se muestra al sujeto integrado como individuo psicofísico y, todavía más, como ser espiritual, el modo de ser propio, el mundo de valores del sujeto.
Ahora, antes de iniciar la reflexión acerca de los aportes del
pensamiento de Stein al acto médico es necesario describir
el paradigma en el cual se encuentra inmersa la profesión
para comprender de mejor manera los problemas que
experimenta aquella.
El paradigma positivista en el cual se desarrolla la medicina
no siempre fue la perspectiva orientadora del quehacer
médico. Para los griegos, la enfermedad existía en un contexto
psicofísico complejo; Gracia señala que “los médicos
antiguos han afirmado una y otra vez que la desvalidez
del enfermo no solo afecta al cuerpo sino que también
el alma, la voluntad y el sentido moral, el enfermo es
infirmus, carente de firmeza”. Para los antiguos,
esta falta de firmeza física y moral se sustentaba en la
creencia de que el dolor y el sufrimiento que acarrea la
enfermedad impiden el ejercicio de la virtud ética por
excelencia: la prudencia. En este contexto era el médico poseedor de la técnica, y a la vez un hombre bueno
y bello— el encargado de restablecer el orden físico y,
en consecuencia, también el orden moral. Lógicamente
aquello se realizaba sin la participación del enfermo,
porque este no podía ni tenía nada que decir. Estos son
los orígenes del paternalismo que impregnó la relación
clínica por casi 2.500 años.
Con el pasar del tiempo, y a medida que aumenta el
poder tecno-científico del hombre, la supremacía de la
técnica impregna de un marcado positivismo a la medicina
llevándola al estatus de “ciencia positiva natural” y, como
dice Figueroa, “no es que antes no lo fuera, puesto que
era tékne iatriké, sino que el concepto de ciencia cambia,
y la medicina de arte curativo evoluciona hacia medicina
científico natural”. Ahora aquella, impregnada con la
rigurosidad científica del método cartesiano, cuantifica
y cualifica la enfermedad como un proceso fisiológico
anormal o no adaptado. El modelo científico de la causalidad
establece un esquema terapéutico exclusivamente
biologicista, y deja la parte subjetiva del enfermar relegada,
escondida u olvidada con el propósito de restablecer la
normalidad corporal imprescindible para el ejercicio y
desarrollo del individuo en la sociedad. Porque la visión
reduccionista de la medicina no solo debe ser entendida
como el resultado de la conquista de la técnica, sino también
como producto de la lógica de mercado imperante.
Se vive en una sociedad altamente eficiente, que exige
resultados y productividad, en consecuencia, un hombre
enfermo es un sujeto que no produce y, por tanto, se requiere su pronto restablecimiento para continuar la
labor y no interrumpir el sistema. En este panorama de
resultados e inmediatez el enfermo se ha reducido a un
órgano o sistema no funcional que es necesario sanar/
reparar prontamente.
Este paradigma positivista ha provocado una transformación
en la naturaleza del acto de curar, el cual se ha
enfocado eminentemente hacia la resolución del problema
somático dejando a un lado la parte subjetiva del
enfermar. Se dice que “la medicina clásica ha devaluado
tradicionalmente el ‘síntoma’, este es un término griego
que significa accidente, lo que
puede darse o no y que, por
tanto, no es patognomónico de
una enfermedad”.
Pero ¿por qué se ha dejado de
lado lo subjetivo de la enfermedad?
Gracia afirma que lo
subjetivo es relativo, lo relativo
genera incertidumbre y la incertidumbre
provoca angustia,
tanto en el profesional como en
el paciente. En el profesional
porque siente que pierde autoridad,
y en el paciente, porque
este desea respuestas infalibles a
su situación de enfermedad. Y para calmar esa angustia
están los signos, aquellos datos objetivos que permiten
tomar decisiones acertadas. El problema de esta visión
radica en que la salud y la enfermedad no son solo hechos
sino instancias cargadas de valores, por lo mismo,
las decisiones exigen ser razonables y prudentes. En
medicina, las determinaciones no pueden ser puramente
racionales como ocurre con el área de la matemática o
la lógica, puesto que en medicina es imposible trabajar con verdades absolutas. Recordemos que Aristóteles
nos dijo que en los campos de la ética, las artes y la
política las verdades no son absolutas sino prudentes y
probables, ya que ellas se desenvuelven en el terreno de
lo contingente, de lo que puede ser de varias maneras,
donde a fin de cuentas se desarrolla el bien humano. Pese a lo anterior, la medicina sigue deseando adjudicar
verdades apodícticas a problemas que exigen soluciones
razonables, y en este intentar aquello se ha dejado
de lado lo subjetivo, lo valorativo, en otras palabras, lo
propiamente humano.
La imagen del ser humano
planteada por Stein como “un
individuo psicofísico, una unidad
de conciencia entre un
yo y un cuerpo físico ligados
inseparablemente” parece
ser la respuesta para subsanar
los problemas detrás de esta
concepción que clasifica al sujeto
desestructurándolo como
objeto medible y cuantificable.
Pero para entender mejor por
qué esta concepción tan reduccionista
de la enfermedad genera
tal nivel de conflictividad, primeramente es necesario
recordar qué es la medicina y cuál es su esencia. Se dice
que esta “es una relación de servicio al prójimo basada
en la confianza mutua: la del enfermo en la idoneidad y
honorabilidad del médico, y la del médico en la disposición
y voluntad del enfermo de recuperar su salud” .
Dicha relación encuentra su materialización en la entrevista
médica, la cual constituye un instante dialógico entre médico y paciente, el momento donde dos realidades
personales se encuentran, una en busca de ayuda
y la otra dispuesta a entregarla. Y como la relación es
de personas y no solo de cuerpos, existirá un momento
objetivo (signo) y un momento subjetivo (síntoma).
Existe, sin embargo, una excesiva atención al momento
objetivo que deja en un segundo y a veces en un tercer
plano el instante subjetivo del enfermar. Frente a ello
Gracia indica que “el médico no confía en los síntomas.
Por eso la primera parte de la entrevista clínica, la
llamada ‘anamnesis’, va seguida de otra que se conoce
con el nombre de ‘exploración’. El objetivo de todo
este proceso es transformar los síntomas subjetivos en
objetivos y, por tanto, en datos fiables”.
Esta deshumanización que ha experimentado la medicina
—producto del olvido de la subjetividad del
enfermo— presenta algunos rasgos característicos los
cuales, de acuerdo con Suardíaz citando a Gafo, son: la
“cosificación” del paciente, una falta de calor en la relación
humana, la ausencia de un verdadero encuentro entre
los ámbitos personales del paciente y de los miembros
del equipo asistencial y la violación de los derechos del
enfermo.
La empatía como solucionadora de conflictos
Por ende, si el problema de este paradigma positivista
es la deshumanización del encuentro clínico, lo más
lógico será rehumanizar la práctica, lo que exige como
prerrequisito una especial atención al reconocimiento
de la inseparable realidad entre cuerpo y espíritu ya
que, tal como explica Stein, el hombre es un ser aní-
mico corporal en donde “el cuerpo está penetrado por
completo por el alma de manera que no solo la materia
organizada se convierte en cuerpo penetrado de espíritu, sino que también el espíritu se convierte en espíritu
materializado y organizado” (10). En este contexto, la
experiencia del enfermar constituye un claro ejemplo
de esta interdependencia espíritu-corporal; respecto a
ello Beca afirma que “la enfermedad grave, amenazante
de la vida o de generar importantes limitaciones, constituye
para el enfermo una situación de crisis personal
que va más allá de lo meramente orgánico. En otras
palabras, la enfermedad constituye, junto a lo somático,
una crisis espiritual”.
Conclusiones
La medicina, fuertemente influenciada por la técnica,
ha experimentado directamente los efectos negativos
que conlleva fundamentar esta práctica exclusivamente
en hechos objetivos. La atención a la subjetividad del
individuo constituye un elemento clave, tan importante
como lo objetivo, para la comprensión integral de la
enfermedad, la cual debe ser entendida como un suceso
que afecta a personas y no solo a cuerpos.
La empatía, definida como los “actos con los cuales se
aprehende la vivencia ajena”, permitiría ver y entender al
sujeto como un ser anímico-corporal dialogante, el cual
aportaría elementos que, junto a los entregados por el
médico, darían una versión más completa de la realidad
del enfermar. La relevancia terapéutica de la empatía
no solo debe ser entendida como una acción que favorece
positivamente la anamnesis, el diagnóstico y el
tratamiento, sino también como un elemento clave en
la curación del paciente y, por lo mismo, un tema para
tener en cuenta durante la formación profesional de los
futuros sanitarios.
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